Malabaristas de Fin de año.
Las calles se han convertido en el escenario perfecto para que estos jóvenes volatineros destaquen con su arte. En Guayaquil existen cuarenta de ellos.
Guayaquil se prepara para el fin de año y en los semáforos se encuentra de todo, desde niños que limpian parabrisas con franelas mugrientas y vendedores de chicles hasta pordioseros que simulan enfermedades inexistentes y saltimbanquis que hacen una serie de piruetas para ganarse unos cuantos centavos y así poder parar la olla.
Hace tres años era difícil encontrar a estos volatineros por cualquier calle de la ciudad. A lo mucho visitaban Urdesa o se ubicaban en las adyacencias de un barrio residencial. Pero como en el mundo todo se masifica y la competencia apremia han proliferado de tal forma que ya están por todos los sitios. Inclusive han perfeccionado sus técnicas cirqueras para ser más profesionales ante la invasión de malabaristas extranjeros. Sin duda, esto es una buena muestra del mundo globalizado en que vivimos. Ahora se los ve por cualquier avenida o calle secundaria. Ellos prefieren las que tienen semáforos de cuatro tiempos porque tardan casi un minuto para dar paso a los vehículos. Así tienen 40 segundos para pararse frente a los carros y deleitar a los conductores y pasajeros con sus malabares y 20 para recoger unas cuantas monedas.
De los 40 malabaristas que existen en Guayaquil, 20 son extranjeros (3 venezolanos, 7 argentinos, 4 peruanos, 2 colombianos, 1 brasileño, 2 chilenos y 1 uruguayo) y 20 ecuatorianos. La mayoría se agolpa en la avenida Francisco de Orellana por el número de vehículos que transitan por el lugar. Aunque no todos trabajan al mismo tiempo, unos lo hacen en la tarde y otros en la noche.
A fuego cruzado
En la avenida Francisco de Orellana y José Luis Tamayo (norte de la ciudad), Guillermo Candia un guayaquileño de 19 años se gana la vida haciendo malabares. Con tres pedazos de madera brinca de un lado al otro y no deja caer a ninguno de ellos. Dice que esta es su esquina y que allí pasa desde las 15:00 hasta las 19:00 divirtiéndose y ganando un poco de dinero para solventar sus gastos.
Cuando la luz roja se enciende, Candia salta a media calle. Tiene la habilidad de bailar y hacer malabares sin perder el ritmo. Los tres palos que sostiene en sus manos le ayudan a sincronizar sus movimientos. Suda como tapa de olla, mas eso no importa, lo interesante es cautivar a los espectadores para que tengan la voluntad de sacar unas cuantas moneditas. El show concluye y empieza la colecta. Una señora en un Gran Vitara le regala un pan de pascua. Un joven en una camioneta sube el vidrio y simula no haber visto nada. El conductor de un camión repartidor de colas le da 25 centavos y un motociclista lo manda al carajo. Candia regresa al parterre con un cuarto de dólar en su bolsillo y a la espera de que el semáforo vuelva a estar en rojo. Dice no estar decepcionado porque está acostumbrado a esos desaires. “Algunos días pasan tres semáforos y no logro un solo centavo, pero por allí pasa alguien y me regala tres dólares. Así equiparo las salidas infructuosas. Si trabajo 6 horas puedo ganar 15 dólares y si me quedo hasta las 22:00, 20”.
En el mismo cruce pero en el otro carril, está Juan Carlos Ortiz de 20 años. Tiene facha de rockero. Su cabello clavudo y parado a punta de gel es un gran atractivo para los espectadores, inclusive más que los malabares que realiza.
En el parterre tiene una tarrina con gasolina y en sus manos un par de cadenas con bullucos de algodón en sus extremos. Los remoja en combustible, los enciende con una fosforera y salta a la calle.
El fuego arde en las puntas de las cadenas. La gente mira impresionada los movimientos del muchacho, admira su sagacidad y él mueve más rápido las manos y se envuelve en una bola de fuego. Por allí se le agarra el cabello pero muy habilidosamente lo apaga sin que nadie se dé cuenta. Eso pasa a diario, dice, sin asombro, su compañero Guillermo Candia. A pesar de que el número fue bueno lo único que recoge son 50 centavos. Cuenta que en Montañita, en donde hace lo mismo en temporada playera, le pagan hasta 10 dólares por salida.” Allá y en Quito el negocio es bueno. La gente valora mucho lo que hacemos.
Juan Carlos se dedica al malabarismo durante las noches. En el día descansa en la casa de sus padres. Mientras Guillermo estudia en las mañanas y sale en las tardes hasta las 19:00 a realizar sus piruetas al público. De allí va a su casa a realizar las tareas escolares. Ambos aprendieron el arte de malabaristas colombianos.
Danza y equilibrio
En varias calles de Guayaquil existen mendigos y personas que piden dinero, pero los malabaristas prefieren el norte de la ciudad porque dicen que la gente es más amable. “Cuando trabajamos en el sur los conductores y pasajeros nos ponen mala cara y muchas veces luego de tres horas de trabajo no logramos reunir ni un solo dólar”, dice Joaquín Granda un malabarista colombiano.
En la misma Francisco de Orellana, una de las vías más transitadas de Guayaquil, esta vez a la altura del Hiper Market Norte, encontramos a Diana, una brasileña de 27 años y a Samuel Marshall un ecuatoriano de 20. Ellos compiten con niños caramencheros, con negras que venden cocada y hasta con indígenas que ofrecen mentas para endulzar la vida.
Diana baila con cintas de hasta tres metros de largo y no se enreda en ellas. La gente la mira y uno que otro transeúnte se queda hipnotizado viéndola. Es muy sagaz para hacer ese número. Cerca de ella, exactamente en el otro carril Samuel también hace malabares con bolas de fuego. En sus manos se nota las señas que le dejan las llamas, pues para aprender el oficio la mayoría se quema. “Es una actividad divertida pero difícil”, dice Diana. Ella vive hace dos años en Ecuador junto a Pedro Jaramillo un ecuatoriano que conoció haciendo malabares en las calles de Bogotá. Asegura que este tipo de arte está en todos los países de América Latina.
Samuel Marshall dice que ellos son muy unidos porque muchas veces la gente los denigra por la actividad que realizan. “Yo le he tomado el pulso a este trabajo. Uno está expuesto al humor de la gente y por eso tiene que buscar la hora y el día propicio para presentar su arte. Un viernes en la noche es un buen momento porque la gente está desestresada por la llegada del fin de semana. La Navidad y el fin de año también son buenos.
Las horas de la noche corren fugaces en veloz carrera. La ciudad a las 23:00 empieza a perder su movimiento porteño. Los carros escasean, la gente se marcha a sus casas y los volatineros se quedan solitarios con la ciudad en sus hombros. La función termina... recogen sus herramientas. Un par de cadenas quemadas, un galón vacío de combustible, dos o tres palos de malabaristas y unas cuantas monedas en sus bolsillos.
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